La historia del
edificio
I - LA CONSTRUCCIÓN
En junio de 1604, el padre Diego Torres fundó el Colegio de Cartagena de Indias, que empezó a funcionar en la Plaza Mayor con un presupuesto anual de cuatrocientos pesos de oro, aportados por el obispo de la ciudad. El padre Andrés Alonso, arquitecto de larga experiencia, llegó a Cartagena en 1607, para dirigir la construcción del Colegio. Allí se decía que la imagen había salvado la vida del jesuita Alonso de Sandoval, que sería rector del Colegio hasta 1652. El Colegio construido por el padre Andrés Alonso, presidía la ciudad desde la caleta del puerto en el más puro estilo renacentista español.
Apenas se iniciaba la construcción del Colegio, cuando ancló en la bahía una de las Armadas de Galeones de Tierra Firme, grandes flotas de barcos que salían periódicamente de Sevilla y Cádiz, con destino a Cartagena y el Istmo de Panamá.
II - UN ASUNTO DE SEGURIDAD CIUDADANA
Ese día fue trasladado oficialmente el Colegio de la Compañía de Jesús a ésta, su nueva sede. Felipe III ordenaba rellenar parte de la Bahía de las Ánimas, para mover la muralla unos diez metros hacia el exterior de su trazado original y dejar lugar al Colegio. Según el ingeniero, había que decidir entre el Colegio de los Jesuitas y la defensa de la ciudad. No se sabe qué recomendación hizo la importante Junta de Guerra, pero lo cierto es que el nuevo Gobernador de Cartagena, un Caballero de la Orden de Santiago y Maestre de Campo de los Reales Ejércitos llamado Francisco de Murga, soluciona sabiamente el conflicto, autorizando la construcción del colegio encima de la muralla.
Bajo la dirección del arquitecto Juan Mejía del Valle, el futuro constructor del Castillo de San Felipe de Barajas, el edificio del Colegio se fue levantando encima de la muralla, sin alterar las cualidades defensivas de ésta última, por lo que debió sostenerse en su interior sobre una larga hilera de columnas cuadradas.
II - EL COLEGIO SOBRE LA MURALLA
Una mezcla fuera de toda lógica para la estrategia defensiva del siglo diecisiete, que no aceptó el nuevo gobernador Melchor de Aguilera, a su llegada a la ciudad, diez años después de la decisión de su antecesor. El funcionario se quejó ante la corte del nuevo Rey de España, Felipe Cuarto, ya que la situación era para él particularmente grave, porque en un último desafío a las normas militares, los jesuitas habían abierto dos peligrosas puertas en la cortina de muralla debajo del colegio. Regresó años más tarde la Armada de Galeones a Cartagena, y en ella llegó una nueva Cédula Real que ordenaba la demolición del Colegio, en el que la Compañía de Jesús había invertido ya cincuenta mil pesos de oro, una suma considerable para la época. Y lograron que emitiera una nueva Cédula Real, luego de ocho años de paciente espera, recomendando al gobernador de la ciudad, que era ahora don Luis Fernández de Córdoba, buscar una solución al conflicto sin derribar el edificio.
La propuesta del ingeniero Somovilla fue aceptada por los jesuitas, pero requería de la aprobación del Rey, documento que sólo llegó doce años más tarde, poco después de que muriera en la enfermería del Colegio, el padre Pedro Claver. A mediados de mil seiscientos cincuenta y ocho se comenzó a construir la nueva fortificación diseñada por Somovilla frente al Colegio de los Jesuitas. Estaba formada por una cortina de muralla rematada en sus extremos con dos robustos baluartes, llamados entonces San Ignacio y San Francisco Javier, invocando la protección divina de dos ilustres fundadores de la Compañía de Jesús. Una calle de ronda separaba la nueva cortina de muralla de la más antigua, sobre la que permaneció imperturbable el polémico edificio.
Siguieron cuarenta años de prosperidad para el Colegio de la Compañía en Cartagena de Indias, al que asistían los hijos de la aristocracia criolla y de los nobles españoles residentes en la ciudad. El Colegio era uno de los quinientos setenta y ocho establecimientos similares que poseían los jesuitas en todo el mundo, donde se educaban las clases pudientes de muchos reinos y sus colonias. El enorme edificio ocupaba una buena parte del frente de la ciudad hacia la caleta del puerto, llamada también Bahía de las Ánimas, que se extendía en esa época sobre todo el espacio urbano conocido hoy como Parque de la Marina. Esta parte del Colegio era un concurrido hospedaje para los jesuitas en tránsito por la ciudad entre España y toda Sudamérica.
IV- PROSPERIDAD Y EXPULSIÓN
Pero el plácido discurrir cotidiano del Colegio en ese tiempo, junto con el de sus estudiantes, maestros y administradores religiosos, iba a cambiar drásticamente desde los últimos años del siglo diecisiete. Cartagena de Indias gozó de gran prosperidad hasta que regresaron sobre ella los corsarios, y aunque esta vez estaba rodeada de murallas y castillos, no contaba con hombres aptos para defenderla. Desde hacía más de un siglo que los enemigos de España no se acercaban a la ciudad y sus habitantes habían abandonado el ejercicio de las armas, confiando en que la imagen de sus imponentes fortificaciones, sería suficiente para disuadir a sus agresores. Una escuadra enviada por Luis Catorce, el Rey Sol de Francia, unida a los piratas, bucaneros y filibusteros del Mar Caribe, superó fácilmente las defensas de Cartagena de Indias en mil seiscientos noventa y siete, y la saquea sin piedad.
En medio de la furia demencial de los corsarios por obtener la máxima ganancia posible de su victoria, al Colegio de la Compañía le tocó en suerte el apetito depredador del vicealmirante Leví. El saqueo de los franceses fue un duro golpe para Cartagena de Indias, que se creía era el puerto más seguro del Mar Caribe. Las murallas de la ciudad no eran ya garantía de protección, por lo que emigraron hacia el interior del continente las familias pudientes y los nobles. El Colegio, como el resto de Cartagena de Indias, nunca llegarían a recobrar completamente su perdido esplendor.
Pero hubo también en ese tiempo, ataques de poderosos corsarios, y drásticos cambios en la política española, que terminaron condenando al Colegio de Cartagena de Indias, a su definitivo y total ocaso. Los jesuitas, con sus prósperas empresas y colegios, eran especialmente vulnerables a los nuevos acontecimientos, pues las malas lenguas los tildaban de orgullosos, codiciosos, inmorales y hasta de revolucionarios desobedientes al Papa, del cual eran en realidad su brazo derecho. El treinta y uno de julio de ese año, tomó posesión del Colegio de la Compañía en Cartagena de Indias el Teniente del Rey, don Fernando Morillo Velarde. No se volvió a escuchar en los pasillos del edificio el bullicio alegre de los estudiantes, sino el lamento de los enfermos, pues a partir de ese momento fue convertido en hospital.
V- TRÁGICO HOSPITAL
En manos del gobierno colonial, el edificio fue dividido en dos partes. Un enorme ejército español se presentó ante las costas de Cartagena en mil ochocientos quince, para reconquistar los dominios de su Rey en América. La poderosa escuadra, al mando del general Pablo Morillo, sitió la ciudad por mar y tierra para rendir por hambre, pues el experimentado oficial español sabía que no podía enfrentarse a las fortificaciones de Cartagena. Con todos los habitantes de la ciudad y su entorno reunidos dentro del recinto amurallado, sin suficientes alimentos, Cartagena de Indias debía rendirse antes de un mes, según las cuentas de los sitiadores, pero los patriotas resistieron durante tres fatídicos meses, en los que murió casi la mitad de la población local.
En los patios del hospital de los juaninos fueron cavadas en esos días fosas comunes, para cientos de cadáveres, pues fueron muchos los que perecieron en sus salones a consecuencia de las epidemias provocadas por la hambruna. Cartagena quedó en manos de los ejércitos del Rey, y en el hospital de San Juan de Dios fueron atendidos los soldados españoles, que no estaban habituados a los rigores del clima tropical, hasta que abandonaron la ciudad seis años más tarde. Los patriotas conquistaron Cartagena en mil ochocientos veintiuno, bajo el mando de José Prudencio Padilla, pero la mayoría de las casas estaban desiertas y prácticamente no había actividad comercial. La ruina del edificio inició así su curso, junto con la total decadencia de Cartagena, convertida, después del sitio, en una ciudad fantasma.
Los restos nostálgicos del puerto más próspero del Mar Caribe, en el que con el tiempo, sólo quedaron unas pocas familias de origen hispano, y los esclavos, quienes no obtuvieron su libertad hasta la segunda mitad del siglo diecinueve. Una multitud de víctimas de la gran epidemia vino a exhalar su último suspiro de vida en los pabellones del hospital de San Juan de Dios, sin que los médicos y religiosos pudieran hacer mucho por su salvación, pues contra el cólera no había remedio efectivo. Los juaninos se esmeraron en atender a los enfermos, mientras nuevos acontecimientos políticos, ponían en tela de juicio su labor humanitaria. El movimiento anticlerical que había propiciado la expulsión de los jesuitas de su colegio en Cartagena de Indias, se incrementó a lo largo del siglo diecinueve.
En España hubo matanzas de religiosos y fueron quemados los conventos, mientras que en América los gobiernos de las nacientes repúblicas no eran ajenos al conflicto. Tomás Cipriano de Mosquera, como presidente de Colombia, confiscó en mil ochocientos sesenta y uno los bienes de las comunidades religiosas, y los juaninos debieron abandonar su derruido hospital, que fue convertido en cuartel del ejército durante los siguientes veintiún años.
El cuartel funcionó en la parte del edificio anexa al templo de San Ignacio, que fue convertido entonces en caballeriza, mientras que la parte ocupada hoy por el Museo Naval no fue utilizada, porque estaba en tan lamentable estado de ruina, que prácticamente no era ya habitable. Los antiguos aposentos de los jesuitas, que habían sido convertidos en salas de hospital, pasaron a ser entonces barracas de soldados, depósitos de armas, y letrinas, en medio de una inquietante tensión política.
El presidente Rafael Núñez entregó el cuartel al arzobispo Eugenio Biffi, en mil ochocientos ochenta y dos, para que fuera la sede de la curia local, en un momento de reconciliación entre la iglesia y el Estado. El arzobispo Biffi, un italiano con voluntad de hierro, restauró pacientemente el edificio, con su templo, y lo devolvió finalmente a los jesuitas, once años más tarde, como santuario dedicado a la vida y obra de San Pedro Claver, apóstol de los esclavos. En la parte correspondiente al Museo, que continuaba deteriorándose, fue instalado a principios del siglo veinte el primer batallón de la Infantería de Marina Colombiana. El aspecto del remozado cuartel de infantería de marina, era muy diferente del que había exhibido en sus mejores tiempos el austero Colegio Renacentista.
El cuartel de infantería fue trasladado en 1956, a una moderna base naval en la península de Bocagrande, fuera del recinto colonial, y el segmento ruinoso del edificio fue ofrecido a los jesuitas, pero éstos no lo aceptaron. Nadie quería ya los restos de aquel viejo Colegio, que presentaba una faceta vergonzosa de Cartagena de Indias. El edificio colonial parecía destinado a desintegrarse, lentamente, habitado por ratas, murciélagos, y tal vez por el ánima en pena de algún bizarro personaje de su pasado, que continuaba vagando por sus salones. Grau Araujo, la tarea de crear un espacio destinado al público, que permitiera conocer la historia naval colombiana, ya que no existía en el país una institución especializada en ese tema.
Con la colaboración del Doctor Mauricio Obregón, historiador y navegante, y del Ministro de Obras Públicas, Doctor Rodolfo Segovia Salas, el Almirante Grau consiguió la cesión del edificio por parte de los jesuitas, con el fin de que fuera destinado a un Museo Naval, no sólo de Cartagena, que fue su nombre inicial, sino de todo el Mar Caribe, idea del Doctor Obregón. En 1987, se realizó en uno de los patios de este edificio, completamente en ruinas, la primera asamblea de la Fundación Museo Naval del Caribe, presidida por el Doctor Mauricio Obregón y el Vicealmirante Carlos Ospina Cubillos, como representante de la Armada Hoy el edificio del Museo cuenta con dos 2 salas museológicas, el salón Republicano donde encontrará la exposición denominada “Cartagena en el Mar Caribe” y del salón Eduardo Wills en el que se halla la exposición denominada “Galería naval”, ofreciendo un recorrido inmersivo a través de módulos didácticos que combinan objetos históricos con maquetas, sonidos, videos y simuladores interactivos.a Nacional. Para servir de sede al Museo Naval del Caribe, el antiguo edificio regresó a sus tiempos de mayor esplendor, alojando en sus salones modelos navales, documentos históricos, piezas arqueológicas, maquetas y muchos otros objetos didácticos, que son apreciados cada año por miles de jóvenes. Detrás de la cal renovada de las paredes del edificio, bajo los rústicos ladrillos de sus pisos, y enterrados en lo profundo de sus patios sombríos, están las huellas de los estudiantes que transitaron por sus pasillos, de sus maestros, de los piratas franceses que saquearon la ciudad en el siglo diecisiete, de los enfermos que murieron en sus salones, de los heroicos defensores de Cartagena durante la independencia, de las miles de víctimas del cólera, de los militares que lo habitaron en diferentes épocas, y de los obreros que lo rescataron de la ruina.
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